Autor:
Mayte RiemensDe acuerdo con el diccionario, el Miedo es una emoción desagradable, de intensidad diversa, debida a un peligro actual o futuro, o bien, la sospecha de que vaya a ocurrir algo no deseado. Bueno, pues entonces lo que siento no es miedo; porque no es desagradable y porque lo que sospecho que va a ocurrir cuando lo experimento, es algo que deseo intensamente.
Pero alejándome de las categorías y definiciones académicas, apegándome al lenguaje coloquial: yo siento miedo. Y trato de explicarlo: Una emoción inmensa que hace que el corazón me lata a mil por hora mientras las manos me sudan y me tiemblan; los nervios me traicionan y no puedo controlar mis propias reacciones ni mantener la serenidad para que mi voluntad siga siendo mía, para comportarme como la mujer que soy y que suele hacer lo que le da la gana…
Algo que deseo va a suceder, algo que me va a generar un inmenso placer, pero que al mismo tiempo va a provocarme dolor y vergüenza, algo que quisiera poder controlar pero que ya no está en mis manos…
Difícil de explicar, casi imposible. Y es que el miedo de la spankee es paradójico y contradictorio, pero sobre todo, es inmensamente placentero. He de aceptar que, hasta hace muy poco, no lo había experimentado en su totalidad, pese a que ya tengo algunos años practicando el delicioso juego del spanking.
Para mí, el miedo es un aderezo básico para que el juego sea aún más placentero y satisfactorio. Y es que, volviendo –como siempre vuelvo- a los orígenes de nuestra fantasía, el recibir un castigo siempre es motivo de miedo. Los niños y jóvenes temen ser castigados, incluso, es el miedo a recibir el castigo el que hace que –en teoría- enmienden su comportamiento y eviten volver a encontrarse en una situación que les genera dolor, vergüenza y algún otro efecto desagradable o, al menos, inconveniente.
Sin embargo, en nuestra fantasía, no se pretende, en realidad, modificar conductas y, al contrario de lo aparente, el castigo busca despertar placeres, en lugar de sensaciones desagradables. ¿Y entonces, de dónde viene el miedo? Creo yo que proviene de la entrega absoluta, de la certeza de que una vez iniciado el juego, tu voluntad se anula y estás en manos del spanker, del convencimiento de que –palabra de seguridad establecida y conocimiento total de las condiciones- no puedes hacer nada para evitar lo que se te viene encima. Va a doler, va a ser vergonzoso y no puedes echar marcha atrás.
No sé si las spankees compartan mi sentir, por eso hablo por mí misma. Tengo una palabra de seguridad, pero la guardo en lo más recóndito de mi conciencia para que el dolor o la cobardía no me hagan utilizarla, cuando mis hormonas y deseos prefieren continuar con el juego. Sé además, en manos de quién me pongo, sé que él no irá más allá de lo que mi propio cuerpo y reacciones le indiquen. Aún así, entiendo la necesidad de la palabrita y recomiendo su existencia, pero yo, prefiero hacer como que no existe. Y es que para mí, lo realmente excitante y exquisito es sentir que estoy siendo castigada, que estoy en sus manos, que no puedo ni debo resistirme, que el castigo sólo se detendrá cuando él considere que el escarmiento ha sido suficiente.
Y, aún cuando sepa la gravedad de mis “faltas”, desconozco el momento en que mi spanker decidirá que ya he recibido el correctivo adecuado, y dará el castigo por terminado. Supongo que es ese desconocimiento el que genera el temor.
Pero este miedo es muy diferente al que uno puede tenerle al dentista o a que te asalten en el metro, incluso el miedo a perder el empleo o a que le suceda algo a algún ser querido. El miedo de la spankee es un miedo cachondo, es el miedo absurdo, pero real, de conseguir algo que se desea. Una llamada en la mañana, un mensaje o correo en el que el spanker, hábil y seductoramente, te avisa que ya se ha enterado de tu mal comportamiento y que te prepares, pues en la noche te dará lo que mereces. Para mí es una descarga de hormonas y humedad que durará todo el día, acompañada de una placentera sensación de fatalidad. Y conforme se acerca la hora del encuentro, comenzaré a sentir que el corazón me tiembla, que el estómago se agujera y que no soy capaz de controlar mis manos. Sé que va a dolerme, también sé que va a gustarme. Me asusta el regaño, la posibilidad de que utilice algún instrumento que incremente el dolor, que me sorprenda con un castigo nuevo o que yo, impulsada por los nervios, cometa alguna tontería que provoque su “enfado”, con las debidas consecuencias para mis nalgas.
Durante esas horas no puedo dejar de imaginarme sobre sus rodillas, vulnerable y sometida, con la piel enrojecida al descubierto, lloriqueando y gimiendo la promesa de que no lo volveré a hacer. Sí, ¡delicioso! Pero igual me da miedo. Tanto que al encontrarme con él siento que estoy palideciendo y me empiezan a temblar las manos y las piernas, algún extraño terremoto sube y baja por mi pecho y casi de manera inconsciente le pido que no me castigue… cuando es precisamente la certeza de que eso es inevitable, lo que me provoca una sensación deliciosa y extraña que agita cada centímetro de mi cuerpo.
Y el miedo se incrementa cuando, por ejemplo, el spanker se quita el cinturón. La descarga
hormonal es mayor, la humedad se multiplica y vuelvo a temblar y a gemir, a suplicar que no use la correa, a asegurar que no lo volveré a hacer… Podría parecer una actuación magistral, pero estoy segura que si tuviera que actuar, con la seguridad de que no habrá azotes, no podría desempeñar mi papel de manera tan convincente. Y es que no actúo, de verdad siento miedo, de verdad intento disuadir al spanker de su decisión de castigarme, aunque sé que es inútil; el castigo llegará y mientras más me resista, será más severo. Eso es realmente excitante.
Paradojas y contradicciones así son las que hacen del spanking algo exquisito, apasionante y adictivo.