Los psicólogos infantiles recalcan a los padres que cuando prometan algo a sus hijos lo cumplan, sea bueno o malo, sea premio o castigo. ¿Por qué? Porque si no lo hacen perderán credibilidad ante ellos.
Personalmente me ha pasado algo similar en mi rol de spankee, al escuchar amenazas de parte del spanker:
“Ya verás cuando lleguemos a la casa”
“Dejar las verduras en el plato no está bien. Ya te enseñaré a comer correctamente, aunque sea con azotes”
“Si no dejas ya mismo de beber alcohol, te castigaré delante de todos”
“Esa contestación sólo ha agregado 20 azotes a tu castigo”
“Anotaré esa falta a tu lista de impertinencias”
“Te lo advierto: otra tontería como esta y sentirás estallar mi cinto contra tu culo”
Y como esas podría agregar mil más, pero seguramente el lector lo hará por mí.
No hay cosa que más me excite y me prepare para el juego, que el oír amenazas. Escuchar la voz del spanker detrás de mí, susurrándome o hablándome con voz recia, firme, mientras me promete un castigo diciéndome que me azotará con más o menos rigor, hace trabajar mis neuronas y pone en funcionamiento el primer órgano sexual: el cerebro. Eso si está junto a mí, pero esta situación también puede darse por medio de mails, llamadas u otro tipo de comunicación, donde se va previendo u organizando un próximo encuentro:
“Te aconsejo que no agregues más castigos a los que ya te has ganado”
“Mano, cinto, paleta, vara mojada… Continúa con esa arrogante actitud y seguiremos sumando azotes e instrumentos a nuestro encuentro”
“Prepárate para la azotaína más humillante que hayas tenido”
“Sería bueno para tu culo que no sigas tensando mi paciencia”
“De acuerdo. No serán 100, sino 120 los azotes que recibirás. ¿O prefieres que sean 150?”
No sé que les pasará o qué pensarán las demás spankees, pero a mí, particularmente, me excita, hace que mi imaginación se libere y cree en mi mente lo que pueden llegar a ser falsas expectativas, porque pueden pasar dos cosas: que el spanker cumpla sus promesas o, más probablemente y por el motivo que sea, puede que no haga nada.
Si cumple lo que prometió, como debería ser, entonces más vale que vaya preparando varios paños tibios para ponerme en la cola, además de la crema anti-inflamatoria, masajes, saltitos y súplicas. Pero un spanker “enojado” no oirá ruegos, ni súplicas, ni lo conmoverán mis llantos, ni habrá razones valederas para que se detenga, excepto la pronunciación de la palabra clave.
También está la posibilidad más segura: que no haga nada incumpliendo sus promesas. Y allí mi mundo se vendrá abajo, desmoronándose como un castillo de naipes. Todo lo que me había imaginado, las fantasías que había tenido, las ilusiones, las ideas y la visión de lo que pasaría y que había acrecentado mi morbo por días… desaparece. Entonces viene la frustración, las preguntas como “¿qué habrá pasado para que no me azotara como prometió tantas veces?”
Pero trataré de ser justa: aquí no sólo los spankers no cumplen sus promesas a las spankees, aquí también aparecen las spankees que luego de comportarse como la perfecta mujer traviesa, contestataria, desobediente, rebelde… La que luego de azuzar y provocar al spanker, de pedir a gritos una o mil azotaínas, llegado el momento de la verdad, se niegan a ser azotadas. ¿Por qué? porque tienen un compromiso con otro hombre, porque están temerosas de lo que les pueda ocurrir, porque les da vergüenza y no están dispuestas a que el spanker las vea sin bragas… o por otras razones que seguramente habrá.
La únicas razones que yo aceptaría para cancelar una sesión, sería que no nos conociéramos y al momento de vernos y charlar, uno o ambos sintiéramos que no hay química entre nosotros o que el estado de ánimo que tengamos en ese momento no nos permita jugar.
¿Y qué sucede cuando algo así ocurre? ¿Qué consecuencias tiene el hecho de que una u otra parte no haya cumplido con su promesa? Pues es muy simple: pierde credibilidad. Y si yo no le creo al spanker sus amenazas, ¿qué gracia, qué sentido tiene? Si el spanker sabe que soy pura boca, que sólo provoco, pero que al momento de la verdad no acepto ser nalgueada, dejará de buscarme para jugar.
Así que me atrevo a sugerirles a los spankers, hombres y mujeres, que no prometan ni amenacen con algo que no piensan hacer, que no prometan lo que no van a cumplir porque están poniendo en juego su palabra y su credibilidad. Lo mismo va para las y los spankees: no provoquen la ira del spanker si después no van a aceptar o soportar el castigo.
Con eso los spankers evitaremos que se corra el rumor de que son “blandos” y las spankees “calienta-braguetas”, como calificó a algunas mujeres un querido spanker.
Antes de retirarme hago una pregunta a los lectores: ¿Cómo eres tú? ¿Cumples tus promesas o “reculas en chancletas” como decimos en mi país, o sea, das marcha atrás en tus decisiones?